Sukri sigue sentado a mi lado. A diferencia de la mayoría de chicos que viven en el pequeño pueblo de pescadores, Sukri no se vuelve loco por el fútbol, no le interesa saber de dónde soy, no trabaja de barquero para llevar a los turistas hasta la isla, no vende nada, no habla mucho y no quiere irse del pueblo para encontrar una vida mejor en la ciudad más próxima.
El sol va avanzando por el pequeño palmeral, acariciándome primero la punta de los dedos descalzos, después los pies enteros, poco a poco las piernas, las rodillas y los bolsillos que tengo a lado y lado de estos viejos pantalones verdes. Cuando el sol parece haberse cansado de avanzar, Sukri me pregunta repentinamente:
-aindak sigarra?
-ana aasif, ma aindish sigarra.
Me encantaría darle un cigarrillo, pero no fumo. Me levanto, voy hasta la tienda de babuchas, estatuillas y carretes fotográficos, compro el primer paquete de cigarrillos que encuentro y vuelvo al banco maltrecho del pequeño palmeral, donde me reencuentro con el silencio, el sol y Sukri tal y como los he dejado.
-atfatdal, digo, ofreciéndole el paquete.
-la’, ana ayz wahid bas, sólo quiere uno, así que sólo coge uno, lo enciende y se lo fuma.
Se acerca la hora de comer. Me levanto y me envuelvo la cabeza con un pañuelo. Antes de irme, Sukri me pide otro cigarrillo para luego. Se lo doy y nos despedimos. Me alejo del palmeral pensando en la comida, en el atardecer y en la sonrisa de Sukri, que me acompañará toda la tarde.