Abdelkader se reincorpora en su asiento acolchado y rompe un largo silencio. Me gusta conversar con los amigos, hablar y escuchar. Coge la tetera y nos sirve un vaso más. El segundo vaso es siempre mejor que el primero. Y, en efecto, lo es. Voy a poner más música. Se levanta y explora las cintas apiladas en la esquina de la habitación. Esta. Suena una melodía incisiva. Es un cantante de aquí, toca a menudo en la ciudad. Vuelve a sentarse en su rincón, debajo del cuadro del rey, la única decoración de la estancia. Hay que ayudar a la gente, es bueno ser bueno con la gente. Me acerca el plato de galletas y cuando sonríe me doy cuenta de que le falta un diente. Sólo así se puede lograr la entrada en el paraíso. Ha terminado la canción y la habitación se llena del rumor hipnótico de la cinta magnética. Y yo quiero entrar en el paraíso. Ya no suenan más canciones, pero sigue el rumor de la cinta, que parece querer llevarnos a algún sitio, lejos de las ciudades, lejos de las calles, lejos de las casas, lejos de las habitaciones, lejos de los sofás, lejos de los anfitriones improvisados, lejos del té a la menta, lejos de nuestras miradas perdidas en el silencio. Probablemente lo único que quiere el rumor de la cinta es llevarnos al paraíso.